miércoles, 25 de febrero de 2009

El Crepúsculo.

Sólo un trozo de nada y me encuentro a mí mismo tan profundamente hundido en el Crepúsculo que ni siquiera puedo oír a mi corazón latir, si es que late en lo absoluto.

Sólo un pedazo de inexistencia y veo a los sonidos opacarse, oigo a la bruma enlutarse y al todo tornarse de un burdo blanco y negro y tal vez algo sepia; puedo sentir cómo el tiempo se ralentiza y percibir el aire hacerse grumoso y helado; es como si un trozo de hielo ardiente derritiese mis pulmones al entrar en contacto.

Sólo un paso hacia otro mundo y atravieso el contorno de mi sombra para adentrarme en mi comarca, donde nadie puede verme, pues el lúgubre reflejo de mi existencia se vuelve borroso para aquellos que sólo ven lo que sus ojos les muestran, sin reparar en la otra dimensión, en la otra realidad que se trama como el cobre bajo el caucho de un cable, una dimensión donde los pensamientos toman formas y colores, donde los sentimientos tiñen el asqueroso negro nada de la atmósfera de ese infierno de ciegos y paraíso de águilas de rojos, azules, verdes y dorados, y nunca grises, nunca jamás grises.

Sólo un pequeño impulso y mi sombra se alzó sobre sus pies, profanando aquel espacio que jamás le perteneció; y yo la atravesé con un zumbido en mis oídos, y pude ver al mundo siendo consumido por el Crepúsculo, aquel monstruo invisible que drena las energías de sus habitantes, hasta convertirlos en falsos fantasmas, meras sombras de un sueño o de un recuerdo, que vagan por su periferia hasta el fin de los días, si es que los días existen o tienen un fin en lo absoluto.

Sólo unos ilusos minutos, que ni siquiera lo fueron, pues el tiempo en el Crepúsculo pareciera reptar en su carrera con aquel de la realidad que va al trote o al galope; sólo unos tontos e insensibles minutos, unos meros e infames segundos y sentí como se me secaba la garganta y como la boca de mi estomago se volvía roca en un desesperado grito que me reclamaba que saliese de mi sombra, para que mi rostro sintiese el viento, para que mis ojos percibiesen los colores de lo que se ve y no de lo que se siente, para que mis oídos se regodearan ante la música de la realidad en contraste con el silencio de la ficción.

Sólo un pensamiento que intentó formar parte de mi hundimiento y lo logró, fue lo que me empujó a hacer algo estúpido y temerario: volver a levantar a mi sombra sobre sus pies, incluso dentro del Crepúsculo y volver a atravesarla para caer de bruces sobre el piso de la segunda capa, aun más grumosa y sombría, aun más fría y silenciosa, aun mas peligrosa y acechante, pues sus largos labios invisibles drenan las esperanzas y las ganas de vivir y las ahogan en un lago inescrutable de sombras que reclaman a la próxima víctima de aquel mundo de mi mente, con aullidos que erizan los pelos de la espalda y paralizan de pavor.

Sólo unos momentos, momentos que no transcurrieron en ningún plano de la realidad, momentos que no avanzaron ninguna manecilla de ningún reloj del mundo, y sólo una imagen, una maldita imagen que se interpuso entre mi y mi sombra al intentar escapar de aquel mundo estúpido y solitario en el que yo mismo me había dejado a mí mismo enterrarme; y fue demasiado tarde (acaso siempre lo había sido) pues mis pies se desvanecieron, mi alma se dispersó como un diente de león en la espesura del Crepúsculo y los colores de mis sentimientos se tornaron primero sepia y después de un sordo blanco y negro que nunca jamás nadie vio, porque nunca nadie entró a aquel infierno de ciegos y paraíso de águilas, nunca jamás profanó una sombra el lugar que le era prohibido, nunca nadie supo ni escuchó hablar del Crepúsculo que, en algún putrefacto rincón de mi inconciencia, tiene encadenada mi esencia a sus tinieblas.

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