Ah, pero si es que muchos minutos, acaso horas, habían pasado desde que apoyé mi congestionada cabeza sobre la almohada y mis ojos se rehusaban a adornar los sentidos de mi inconsciente con cualquier vestigio de sueño. ¡Nada de sueño, nada de sueño! Mi mente se rehusaba a descansar. ¡Y menos con la voraz ánima del viento y su orquesta de edificios, a los que azotaba con una violencia un tanto caprichosa! Un ruido tan potente y aterrador que un ciego lo habría visto, bailando una danza macabra, deslizándose con gracia maquiavélica por los recovecos que encontraba entre el suelo y las puertas de roble y oro. Y mi mansión temblaba azotada por aquella figura invisible, hostil, sagaz, que buscaba una entrada a mi fortaleza dorada indestructible, tal vez para destruirme, tal vez para advertirme, aunque en las profundidades del océano de sábanas en el que buceaba intentando conciliar el sueño, jamás se me hubiera siquiera cruzado la idea de comprobarlo. Y la almohada me cubría los oídos, como una madre le cubre los ojos a su niño frente a un acto horroroso, y la cama me abrazaba cual amante despechada, reticente a la inevitable partida de su amado. Yo, mientras tanto, corría detrás del sueño que se escondía entre las perlas de las cortinas, y los diamantes que residían en los cajones; entre las costosas pinturas y la madera tallada de los marcos de las ventanas selladas a las que el viento castigaba con desesperación.
La mansión era tan grande que daba una extraña sensación cruzar el mismo pasillo dos veces, dormir en la misma habitación dos noches, presenciar al sol enterrarse en el horizonte a través del mismo cristal. Y tan segura. Excepto tal vez, de lo que había dentro, de la mísera elegancia hipócrita y de la soledad. La soledad que se sienta en la mesa cuando uno desayuna y uno se acostumbra tanto a verla que hasta le pone un plato y una copa de oro y la sirve como reina, para no olvidarse lo que es servir. Las mucamas, los mayordomos y los criados imaginarios que se deslizan por las alfombras con velocidad, ansiosos por seguir las órdenes de su amo. Todo eso y el silencio, la tranquilidad, causa aparente y motivo único de los ataques del monstruoso viento, que acecha en cada esquina.
De pronto, la cama me vomitó sobre mis pies, y me encontré caminando por la casa, sintiendo el juguetón cosquilleo con el que la alfombra molestaba inocentemente a mis dedos desnudos. Y caminé unos varios metros, con un cierto desasosiego in crescendo, hasta dar con las escaleras que bajaban al hall principal de la casa. En el medio del hall había un hombre parado con una sonrisa en el rostro que se proyectó hacia mí a la velocidad de la luz, entrando por mi espalda y atravesando mi columna vertebral metamorfoseándose en un horrible escalofrío; y luego de un parpadeo, se desvaneció. Un tanto exaltado, examiné la escena nuevamente para corroborar que seguramente sólo había sido producto de mi fastidiada imaginación, un mero reclamo por el tedio en el que había estado sumida los últimos años. Pero una cosa era cierta, mi malestar interior había crecido preocupantemente.
- “La vida es una bestia estúpida” – Dijo una voz femenina del otro lado del teléfono, intentando hacerme sonreír.
- “Hace tiempo que Stella Díaz de Varín dejó de decirme nada” – Respondí con desgano mirando fugazmente de reojo a los libros de la poetisa que se pudrían en los estantes de la biblioteca, víctimas de celosos intentos de profanación llevados a cabo por el verdor del moho que odia al arte del hombre. – “Y aunque lo fuese, parece que se ensañó particularmente conmigo.”
- “¡No te preocupes! ¡Las cosas van a mejorar!” – Palidecí. – "Es sólo una cuestión de tiempo, no dejes que el pesimismo te consuma.”.
- "¡Silencio, ingenua! ¡Que lo vas a despertar!" – Grité con pánico y colgué el teléfono abruptamente.
Miré a mi alrededor, temeroso, y ví nuevamente la silueta del hombre sonriente que caminó unos pasos hacia mí para luego desvanecerse. Ahora estaba seguro, ¡Todo concordaba! No era un juego de mi imaginación. Era Él. La coalición de soplos del feroz viento volvió a abatir contra la puerta de entrada, amenazando con arrancarla de su marco. Me ví tan perdido en ese momento….pero debía conservar la calma, no podía dejar a mi más acérrimo enemigo vencerme.
Caminé hacia el comedor y me senté solo en la larga mesa de madera, cuyos pies descansaban, tranquilos, sobre el lujoso suelo de mármol, hundiendo mi cara entre mis manos. Debía mantenerme calmo, no podía ceder. Pero cuando levanté la mirada allí estaba, sonriente, con sus rasgos aún más definidos, a sólo un paso de volverse real. Me paré de repente y me alejé, sin mirar atrás, a paso férvido. Ignorando por completo el Leit Motiv, empecé a subir las escaleras y a deambular por los pasillos hasta llegar a la última puerta. El viento parecía no haber atravesado, todavía, el cerrojo y explorado aquella habitación. Y mientras giraba la llave hacia la izquierda, el teléfono volvió a sonar. Me acerqué a la mesita y lo miré dubitativo, mientras el fantasma de una mujer que abandonaba otra de las habitaciones me dedicó un saludo. Poco y nada me interesaban los otros habitantes de la casa, así que la ignoré y en un acto casi impulsivo levante el tubo y escuché. Del otro lado la voz de un hombre sonó preocupada.
- “Tranquilo, mi amigo”
- “¡Silencio!”
- "No es tan malo."
- “¡Silencio! ¡Silencio!”
Y con un afán destructivo tire del aparato hasta que el cable se cortó y lo arrojé hacia el hall en caída libre, para luego verlo hacerse pedazos contra el suelo.
- "¡Idiotas! ¡Idiotas!" – Bramaba yo, jadeando.
Y una mano se posó en mi hombro haciendo que mi corazón se detuviera unos instantes. Ya sin color alguno en mis facciones, giré sobre mis pies y contemplé horrorizado la figura de mí mismo, sonriente.
- “Te ruego me acompañes” – Dijo con cierta pomposidad, sin alterar la tenebrosa curvatura de sus labios.
- “No, no, por favor” – Supliqué yo. Mi voz temblaba, amenazando con quebrarse.
- “Insisto” – Replicó, apretando un poco más mi hombro.
Lo seguí mudo hacia la puerta de la habitación que acababa de destrabar, atravesando su umbral tras él. Era el Salón de Espejos. Cientos, sino miles de espejos habitaban sus paredes formando la ilusión del infinito más profundo en sus interiores. Curiosamente, en sus reflejos no éramos millones como deberíamos haber sido, sino sólo dos.
- "Imagino que sabrás que es lo que va a pasar". – Dijo dándome la espalda.
Yo permanecí en silencio, aterrado.
- "Muchas lunas dormí, pero es hora de despertar, hora de recuperar el tiempo que me fue robado, hora de hacer y deshacer...."- Se volteó y su aterrorizante expresión fue exagerada por la penumbra – "Es mi turno de existir."
Y dicho esto, me empujó violentamente hacia la pared de espejos y mi cuerpo la atravesó, como su fuese agua, cayendo de bruces al suelo del otro lado. Cuando me levanté, contemplando el infinito perdido que había ahí dentro, me volteé hacia la superficie del espejo e intenté atravesarla, pero estaba hecha de cristal, un cristal que no cedió ante mis golpes ni se compadeció ante mis gritos. Él me miró con satisfacción y soltó una risa escalofriante que retumbó en los espejos para luego darse vuelta y desaparecer tras la puerta. Mi peor pesadilla estaba consumada, y parecía que al abandonar la mansión había dejado la puerta abierta porque pude oír al viento silbar, ya no hostil sino triste. Era demasiado tarde para cualquier advertencia. Y finalmente entendí que había algo de burla en su silbar, ya que ahora entendía como se sentía estar atrapado fuera de un mundo donde todos corren peligro y no se les puede avisar. Las ventanas selladas....malditas ventanas y espejos sellados....Y suelto estaba el demonio que porta mi cara en ocasiones, con una terrible y maliciosa sonrisa de odio, libre para destruir el mundo, mi universo y despedazar a sangre fría a todos los que alguna vez me importaron....
domingo, 19 de octubre de 2008
El Salón de Espejos
Soñado o imaginado por
Tenebroso Lucas
En el siguiente momento de la vida:
10/19/2008 02:01:00 a. m.


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