jueves, 25 de septiembre de 2008
Tan solo...
Yo solo era y tal vez ni siquiera,
y TAN solo era que, si no era solo, no era.
Ahora soy solo, y tan solo soy
que nadie mas es ahora conmigo.
¡Quiero ser con vos!
¡Pero vos sola sos como yo solo soy!
Y si tan sólo fueramos, no seriamos tan solos.
Tal vez no fuimos....
....Cual vez fuimos sólo un poco....
....Esta vez solamente solos somos.
Y estando tan cerca....¡Pero es que una cerca separa!
¡Y si se sienta es que espera!
Yo soy para ser, esperar es para las almas.
Sos y soy, y sólo cuando seamos, seremos y no seremos tan solos.
Pero, por el momento
(Y no dividido ni sumado el momento),
Tan solo soy....TAN solo....


jueves, 18 de septiembre de 2008
Caos Azul Petroleo
Negro.
Una expresión sombría.
-Somos los juguetes del destino.
Una expresión resignada.
-Lo sé.
Una mirada fulminante.
-Dispara.
Una mirada cobarde.
-¿De qué hablas?
Unos ojos entrecerrados.
-Vamos, hazlo ya. Dispara.
Azul de Prusia.
Uno ojos temerosos.
-¿Lo sabes?
Un movimiento de cabeza.
-¿Saber qué?
Un ceño fruncido.
-¿Entonces?
Intensidad que crece.
-Dispara.
Un intento fallido.
-¿Qué es lo que te pasa?
Una corta pausa.
-Dispara.
Una pausa larga.
-Estoy embarazada.
Silencio.
El sonido de la voz anterior.
-Lo siento.
Rojo.
Un ademán furioso.
-¡Mentira!
Un vacío en el alma.
-Lo siento.
Largo pelo rojizo.
-¿Por qué?
Largo pelo castaño.
-Cometí un error.
Una grave voz femenina.
-Imperdonable.
Una suave voz de mujer.
-Te amo.
Una amarga advertencia.
-Calla.
Blanco.
Una propuesta.
-Cásate conmigo.
Perplejidad.
-¿Qué locuras dices?
Una verdad.
-Te amo.
Una mentira.
-Yo no.
Añil.
Dolor y silencio.
Una respiración cortada.
Prosigue la voz grave.
-¿De quién es?
Un latido de corazón.
-Nuestro.
Indignación.
-¿Pero que dices, niña?
Unos ojos cerrados.
-Lo que oyes, niña.
Escarlata.
Ira.
-¡No me mientas! ¡No me mientas!
Calma resignada.
-Entiende.
Perplejidad.
-¿Que entienda?
Unos pasos hacia delante.
-Entiende.
Gris.
-Pides demasiado.
Una lagrima.
-Te amo.
Un silencio.
Un movimiento en cámara lenta.
Amarillo.
-Yo también.
Un abrazo profundo.
-Lo siento.
Un beso en la frente.
-Yo también.
Ocre.
Sangre que se vuelve plata.
-Por favor, no.
Una media vuelta.
-Lo siento.
Otra lágrima.
Un adiós murmurado.
Y el Caos Azul Petróleo que consume la mente e inunda la habitación.


Infierno
Estoy sentado en un banco emplazado en el medio de la nada. Sólo se oye el viento y el suave vaivén de las olas en la lejanía. El agua salada que acaricia las piedras minerales, y…. ¡Todo es tan hermoso! Los arrumacos que le hace el sol al verde pasto bajo mis pies son casi los que se harían dos amantes enamorados. Hay sólo vestigios de una especie de algodón blanco decorando el cielo, en lo que parece el paisaje más hermoso del más hábil pintor de todos los tiempos, con sus óleos vívidos como si no plasmara color sino poesía. Y mi pecho tan lleno de algo….un algo tan inexplicable como la nada misma. Me vienen ganas de llorar pero me las aguanto, no quiero despertarte. Porque sí, lo más hermoso de la escena no es ni el cielo, ni el viento, ni las nubes, ni el sonido de las olas, ni los óleos color sueño; lo más hermoso de la escena es tu cabeza apoyada contra mi hombro, tu respirar casi imperceptible, que silba una melodía muda en Sol Mayor contra mí brazo. Y el más ligero movimiento te despertaría, es por eso que ni siquiera quiero respirar, ni quiero llorar, ni quiero reír, no, así es todo tan perfecto. Tampoco se escucha el cantar de los pájaros, ni el chirriar de los grillos, ni el relinchar de un caballo. Nada. Porque sólo somos nosotros dos. Tu cabeza sobre mi hombro y mis ganas de llorar; mis ganas de desintegrarme para dejar a mi alma volar libre y fundirse para siempre con la escena. Ni un latido está de más. Mi corazón empieza a querer abandonar mi cuerpo. Ya nada importa, ¿Qué puede importar? Siento que incluso todo este palabrerío estúpido está de más. El mundo y su miseria, sus sonidos y sus palabras desaparecen hasta del inconsciente. Pero quiero verte sonreír. Quiero escuchar tu voz, no puedo evitarlo, quiero ver tus ojos….
Entonces me muevo apenas, de una manera que sólo tus átomos podrían percibir, y tus ojos se abren lentamente. Te sonrío, me sonreís. Y, desperezándote, volvés a apoyar tu cabeza sobre mi hombro, sin volver a cerrar los ojos. Y tan solo eso. Así por meses, tal vez años. Ni una caricia, ni un beso, ni una palabra, ni siquiera otro intercambio de miradas….nada….gracias al cielo, todas esas estupideces no existen acá donde estamos.
Y, de repente, las luces se apagan de súbitamente. Escucho un murmullo lejano de personas hablando y el rugir de algún vehículo. Veo números color escarlata y mi alma rompe a llorar, gritando como yo jamás podría. Grita porque un nuevo día en el infierno ha comenzado y allí jamás habrá lugar para los sueños….


Romance del Alma Perdida
El iris con ira tiñen
Infinitos hilos rojos,
Su alma que sangra y sangra,
Su corazón yace roto.
Mira indefenso a los cielos
Y grita el hombre, agonioso,
Ya nadie hay que lo proteja,
El miedo lo vuelve loco.
De las maldades del mundo,
Este hombre sabe poco.
Tirado en el suelo piensa,
“Somos nada más que polvo,
Un Dios sin ningún creyente,
Una llave sin cerrojo,
El sueño de algún villano
Sobre un diamante precioso.
Somos bestias egoístas
Atrapadas en un pozo”.
Los puños cerrados tiene,
Con fuerza cierra sus ojos.
Sin culpa espera la muerte,
Que ha de llegarle pronto.
De a ratos el cielo mira
Desde su infernal reposo,
Su asco se explaya a gritos
En las muecas de su rostro.
La vida lo ha destrozado,
Lo ha reducido a rastrojos.
Niños de lejos lo miran
Como a un animal rabioso.
El silencio se hace audible
En un chillar bien ruidoso,
Le hace sangrar los oídos
Aquel silencio sonoro.
Las manos pone en el suelo
Y con sus dedos roñosos,
Presión contra éste ejerce
Para levantarse sólo.
Nadie hay que lo ayude,
No quedan supersticiosos
Que en los sentimientos crean
Y entiendan su dolor todo.
En dos pies mirando al cielo
Se ha parado tembloroso,
Ni siquiera el cielo oye
Sus delicados sollozos,
Aunque si bien los oyera,
Seguro juzgaria tontos.
Ahora la muerte desea
Aquel hombre pretencioso,
Aunque un arma no tiene
Para su afán agravioso
De atentar contra su vida,
No importa cual sea el costo.
Sin meditarlo dos veces
Ni siquiera por asomo,
Sus dedos en su sien pone,
Sintiéndose valeroso,
Pero aun así se permite
Una vez mirar de reojo,
En busca de una esperanza,
De algún minúsculo apoyo.
Allí a nadie encuentra,
Ningún salvador o Apóstol,
Su vida de un hilo pende,
Nadie se imagina cómo.
Está sufriendo aquel hombre
Del mundo su desalojo,
Y piensa triste que, incluso,
Con muerte se queda corto.
El sol ya se esta poniendo,
Del hombre se ve el contorno,
Sus dedos pone más firmes,
Y, como si fuera el colmo,
De ellos sale una bala
Que lo atraviesa todo
De una oreja a la otra,
En blanco quedan sus ojos.
Su alma se ha librado
De su entierro en los escombros,
De su vida destruida
Por momentos dolorosos.
Su cuerpo cae de rodillas
Encima de unos retoños,
Carente de toda vida,
Con los ojos ya incoloros,
Su cuerpo tirado queda,
Y, hasta el siguiente otoño,
Su carne al aire se pudre,
De espalda al cielo lluvioso.
Para la vida que crece
Dentro de esos retoños
Que intentan crecer debajo,
Sus huesos son un estorbo.
Pero luchando al fin llegan
A proclamarse exitosos,
Tornándose en una planta
Con flores de color rojo.
Un árbol de lejos mira,
Mira de lejos celoso,
Celoso como ninguno
De que aquel color hermoso
No se vea en sus hojas
Ni se encuentre en su tronco.
Ya nadie recuerda al muerto
Que allí su vida dejó,
Sus problemas ya no existen,
Los niños adultos son.
Ya nadie recuerda el muerto
Que aquel infierno vivió.
Donde ahora esa planta existe,
Fue donde el hombre murió.
Ya nadie recuerda al muerto,
Nadie tiene compasión.
Cuando vean una planta
Con flores de rojo color,
Recuerden al pobre hombre
Que, débil, murió por amor,
Y recen una plegaria,
No importa la religión,
Para que el alma perdida
Encuentre su salvación.


¡Sic Semper Tyrannis! *(1)
Volteándose con elegancia, se desplazó hacia las escaleras y descendió hacia el patio. El viento fluyó, histérico, por entre los pliegues de su toga, pero el Pontifex Maximus *(3), con su cabeza bien en alto, continuó a largas zancadas a través del verde de los pothus y el blanco de los tulipanes, el rosa de las azaleas y el dorado de las macetas de oro macizo. Su paso se vio ininterrumpido hasta alcanzar las mismísimas escaleras de mármol del Teatro, con sus columnas que tocan el cielo y sus techos que sólo los Dioses divisan. Cuánta majestuosidad, cuánta poesía, cuánto fausto. ¡Cuánto poder poseía el César! La magnificencia geográfica y económica del dominio de su imperio era cuasi-infinita.
El primer escalón, y su mente hizo escala en la reunión que estaba por venir. El quinto, y su pecho se colmó con autosuficiencia. El décimo, y su mirada fue interceptada por un ciego cuyo rostro le resultaba familiar. Meses atrás, el mendigo le había advertido del terrible peligro que correría en los Idus de Marzo y él se había reído ante la ridícula idea y le había respondido “Sólo se debe temer al miedo.”. ¡Como si algo pudiera pasarle a él! ¡Y en épocas de prosperidad! El César se le acercó, divertido, y, riendo, le dijo: “¡Los Idus de Marzo ya han llegado!”. El invidente entrecerró sus parpados y pareció tornarse afligido. Con un largo, profundo y sentido suspiro y como si fuese una despedida, sus palabras se emitieron lentamente: “Si, pero no se han ido.”. Acto seguido, desapareció entre el montón de Romanos despreocupados que transitaban las calles, temerosos de que la tormenta se desatara con la fuerza del propio inframundo sobre sus cabezas. El César dejó escapar una ligera risa burlona al tiempo que reanudaba su acenso hacia el interior del Teatro. “Estúpido serás, ciego.”
Luego de haber escalado se permitió echar una vez más un vistazo a las esculturas y pinturas que adornaban la estructura colosal. “Exquisito”, pensó, y fue en ese momento cuando un hombre de barba grisácea apareció por detrás de él y lo llamó por su cargo. “Emperador”, pronunció, “ha usted de seguirnos hacia el foro.”. A su lado se encontraba un grupo de personas de similar aspecto y vestiduras. El César asintió y caminó en silencio por entre las macetas con flores azul oscuro y marrones, siempre mirando al frente, detrás del grupo de senadores. Por unos momentos, creyó escuchar a alguien gritar su nombre, pero hizo caso omiso, atribuyéndoselo al murmullo de los transeúntes.
Los senadores lo condujeron a una habitación anexa al pórtico este del teatro, cuyas paredes eran de un color negro opaco, con relieves en diferentes tonos de rojo, y se introdujeron en ésta esperando que el Emperador los imite. Una vez sucedida esta acción, uno de ellos extrajo una petición escrita en pergamino malgastado y se la facilitó al César, no perdiendo tiempo éste en comenzar a leerla en voz alta. Examinó atentamente cada palabra con su mente, a medida que las leía, meditando acerca de la propuesta hecha: Aparentemente los Senadores deseaban devolverle el poder efectivo al Senado.
Pero entonces, el hombre que le había dado el pergamino, a quien había reconocido como Tulio Cimber, tiró imprevistamente de su túnica. “¿Ista quidem vis est?”*(4) le espetó furiosamente el César, fulminándolo con la mirada y gravemente ofendido. ¡Cómo se atrevía ese profano a agredir al Pontifex Maximus, tocándolo contra su voluntad! Sin embargo, el César no había notado que en el momento de incertidumbre, otro de los hombres, Casca, había desenvainado una daga. “¡SIC SEMPER TYRANNIS!”, gritó, asestándole un corte en el cuello. El agredido se volvió rápidamente y, clavando su punzón de escritura en el brazo de su agresor, bramó, colérico “¿Qué haces, Casca, villano?”. ¡Sacrilegio imperdonable era portar armas dentro de las reuniones del Senado! Casca, con su brazo envuelto en el proliferante fluido color escarlata, se desplomó en el suelo, aterrorizado. “¡Adelphe, boethei!”*(5), eyaculó en un griego impecable, y en respuesta a esa petición, todos se lanzaron sobre el Emperador. Miles de caras con las más infernales expresiones de furia, odio y codicia atravesaron fugazmente la vista del César, mientras, tirado en el suelo, era víctima de estocadas, patadas y golpes. Intentando defenderse, agarró el pie de uno de sus atacantes, pero cuando subió la mirada, quedó completamente paralizado al encontrarse con nada más y nada menos que la de su mejor amigo y más leal consejero, Marco Junio Bruto. Su sangre se volvió hielo al instante y sus pupilas se contrajeron violentamente. Preso de la miseria que le vomitó en el alma el descubrir su confianza traicionada de la manera más terrible, fue invadido por espasmos de ahogo mientras un cuchillo abstracto, pero mucho más filoso e hiriente que los reales, se hundía en su pecho y traspasaba violentamente su corazón, creando un abismo de oscuridad implosiva aplastante. Reuniendo todas las fuerzas que podría haber usado para pelear pero que ahora habían desaparecido frente a la imagen de la alevosía menos esperada, la mirada del César se llenó de pesar y sus labios musitaron sus ultimas palabras, que prorrumpió en forma de trágico lamento: “¿Et tu, Brute?”*(6). Intentando alejarse, no del ataque, sino de la decepción de la cual jamás podría escapar, se arrastró el César, indefenso, hasta las escaleras bajas del pórtico, donde las puñaladas asestadas en su tórax acabaron con su vida.
Una vez terminada la tarea magnicida, los 60 senadores se levantaron y contemplaron su obra maestra, satisfechos, bebiendo fino vino tinto de una hermosa copa de cristal para festejar. Todos, excepto Bruto, quien yacía de rodillas mirando al cielo. “¿Qué hemos hecho?”, preguntó como fuera de sí, “¿Qué hemos hecho?”. Tomó la copa de cristal y la estrelló contra el suelo, ante el asombro de los otros. “¡¿Es que no lo entienden?!”. Y sus lágrimas mojaron su cara tanto como hizo la furiosa lluvia que se desató. Un fuerte temblor surcó la tierra, con lo que parecía la violenta intención de partirla en dos haciendo que las estructuras amenazaran con colapsar. Los 60 se dispersaban, temerosos ante la ira de sus Dioses, mientras las construcciones se desmoronaban ante los ojos del traidor. Las estatuas y las pinturas, las columnas y los edificios, el Coliseo y el Teatro de Pompeyo. “Hemos destruido un imperio por querer construir otro mejor. Maldita sea nuestra suerte. ¡Que los Dioses se apiaden de nuestras almas.!”. Y la dolida mirada carente de vida del César, quien tenía los ojos abiertos y fijos en él, lo traspasaba, carcomiéndolo poco a poco, lentamente. “Así siempre a los tiranos” bramó el cielo, mientras el mármol, el verde de los pothus, el blanco de los tulipanes, el rosa de las azaleas y el dorado de las macetas de oro, así como las rodillas y los dedos del traidor, se teñían de rojo al entrar en contacto con la sangre del emperador caído antes de ser sepultados todos para siempre y hasta el fin de los tiempos por los escombros de su imperio destruido.
*(1)= Locución Latina: “¡Así siempre a los tiranos!”
*(2)= Los Idus de Marzo es la época de prosperidad y buena fortuna que corresponde a la fecha 15 de Marzo. Existen Idus de otros meses que caen en su mayoría en los días 15 y otros en los días 13
*(3)= Sumo pontífice, figura máxima de la religión y representante de los dioses en la tierra.
*(4)=Locución Latina: “¿Qué clase de violencia es esta?”
*(5)= Locución Griega: “¡Socorro, hermanos!”
*(6)= Locución Latina: “¿Tú también, Bruto?”


El Espectáculo
Una rata se desplazaba por el maltratado pasto del patio de la casa de cristal, que era ya casi tierra en su totalidad. Levantaba una casi imperceptible nube de polvo con sus patas al avanzar y atinó a esconderse en el primer agujero que vio cuando el primero de los invitados se acercó con complicados pasos hacia la construcción. El extraño tenía su cara cubierta por una máscara y vestía de gala. Al aproximarse a la casa, cuyo interior no podía ser descifrado a pesar de estar hecha por completo de vidrio, la puerta de la misma se abrió en par, revelando a otra persona vestida de manera similar. El supuesto anfitrión realizó una leve reverencia a la que el invitado respondió con un gesto de su mano, y se movió hacia un costado para dejarlo pasar. El extraño se introdujo en el recinto, sin dudar ni un segundo en aceptar la muda invitación, y la puerta se cerró tras él.
Por más extraño que pareciera, el interior de la casa se sumía en la más desquiciante oscuridad, y el exterior no podía ser visto desde dentro. Los hombres caminaron prolongadamente, bajando unas escaleras eternas y se introdujeron dentro de una habitación dentro de la cual podían escucharse los gritos desesperados de una mujer. Luego de haber cerrado la puerta detrás de ellos, la casa volvió a naufragar en un silencio ahogante del cual ningún ser con la habilidad de oír hubiese podido escapar por más que hubiese querido. Cesó el gritar, los pasos de los hombres parecieron ser engullidos por la oscuridad y alguna que otra voz sorda que pudiese haber sido escuchada desde dentro de la habitación pasó a ser producto de la imaginación de algún desvariado inexistente. Y, por supuesto, luego aparecieron los otros invitados, que, uno a uno, desfilaron por la casa hasta la habitación para luego cerrar la puerta tras sus espaldas
¿Qué estaría sucediendo dentro de aquel lugar al que sólo los enmascarados podían acceder?
Nadie lo sabe. Nadie jamás lo sabrá. Porque nadie con una pizca de cerebro se atrevería jamás a entrar en la habitación y presenciar los horrores de la casa de paredes de cristal que jamás se empaña o ensucia y suelos metálicos que jamás se corroen u oxidan. El simple hecho de imaginar las atrocidades que ocurren allí adentro haría al hombre más valiente temblar y llorar como un pequeño infante. Y es ciertamente una desgracia que tanto yo como ustedes hayamos sido demasiado cobardes como para aventurarnos dentro de la habitación detrás del último enmascarado cuando tuvimos la oportunidad.
Pero, siendo yo un autor curioso y entrometido, hierve en mi interior el ferviente deseo de husmear dentro de la habitación, de infiltrarme entre las sombras y los demonios para descifrar el enigma. ¿Quién más sino yo, alguien que existe, para develar los misterios de lo que no existe? Y debo confesar que mucho me gustaría imaginar, inventar el contenido de aquel infierno del cual me he tomado el trabajo de soñar, o acaso encontrar en la mismísima realidad. Admito, también, que me gustaría abandonarlos a su suerte y disparar al final de esta misma oración el detestable punto final, para que sus mentes se encarguen de darle un contenido al infierno, sin brindarles ni un dato más acerca de sus integrantes, su designio o su apariencia. Pero seré compasivo, no con ustedes, sino conmigo mismo y me tomaré la libertad de abusar de mi omnipotencia como narrador para escabullirme por dentro del cerrojo de aquella bendita (sino maldita) puerta, para terminar de una vez por todas con esta tortura que yo mismo he comenzado al escribir la primera de las letras que dan comienzo a este cuento, y contarles nada más ni nada menos que la realidad de aquella habitación.
La habitación también era presa de una oscuridad casi palpable, pero, sin embargo, la tenue luz de unas velas rojas que descansaban sobre el suelo de metal transformaban las figuras de las personas allí presentes en sombrías criaturas aptas para protagonizar la más terrible pesadilla. Había butacas, varias filas de asientos en los que los enmascarados descansaban, con su atención crucificada en un escenario que se hallaba frente a ellos. Pero el telón estaba bajo; parecía que la función acababa de terminar, ya que los gritos que se habían escuchado cuando la puerta se había abierto para dejar pasar a sus invitados ya no llenaban el lugar. O tal vez aquello había sido un ensayo y la obra no había empezado aún. En aras de descubrir que tragedia a ese lugar concierne decido que eso último sea. Los espectadores se pusieron de pie y aplaudieron al unísono, al tiempo al que el telón se alzaba dejando escucharse nuevamente los desgarradores gritos de aquella mujer. Un gran reflector que del techo colgaba se encendió con un chasquido, bañando en una luz blanca muy potente el escenario. En este pudieron avistarse a varios enmascarados más rodeando a una mesa. En la mesa yacía una mujer desnuda retorciéndose y gritando como si fuera el último de los días. Uno de los que rodeaba a la mujer se le acercó y puso las manos en sus genitales, llevando a cabo movimientos forzados. Los chillidos de la mujer aumentaban en potencia. Así estuvo unos minutos, mientras que los espectadores hacían comentarios preocupados mudos en los oídos de sus acompañantes. Sus expresiones no podían verse, pero algunos de ellos estaban sentados de una manera tan tensa que podía dar a pensar se sentían turbados por la imagen.
Luego, el reflector se apagó, los chillidos de la mujer cesaron de repente y el hombre se apartó. Volviéndose hacia el público, sostuvo en alto algo que a la luz de las velas solo era un bulto que se agitaba en su mano cubierta por un guante blanco, al igual que las manos del resto de los enmascarados. El reflector volvió a encenderse, revelando a un pequeño bebe cubierto en sangre y fluidos, cuyos ojos se cerraron violentamente frente al estímulo de la luz cegadora del reflector dándole de lleno en la cara. El público enmudeció en un silencio que haría, por contraste, que incluso la falta total de sonido fuera un ruido insoportable, inclusive si fuese escuchado por una persona completamente sorda. El anónimo, que lo sostenía colgando de un pie, le dio una leve palmada en la espalda, haciendo que neonato tosiera para dar paso a un llanto apenas audible y, dándolo vuelta, lo alzó a la vista del público. Cuando esto hizo, el reflector se atenuó hasta ser casi imperceptible pero lo suficientemente potente como para que todavía se viese el niño y un reflector iluminó de lleno al público. Los concurrentes se retorcían de terror en las butacas, profiriendo gritos ahogados algunos, cubriéndose las caras otros. Algunos se refugiaban en el pecho de sus acompañantes para no tener que presenciar la escena más horrible que pudiesen ver y estos los rodeaban con sus brazos de manera protectora. Aunque sus máscaras no revelaran su expresión, era casi posible ver el horror a través de ellas.
Las luces se apagaron de repente y el telón cayó. El público aplaudió fervientemente, lejos de estar decepcionados del espectáculo de terror que estaban presenciando. Unos minutos pasaron, tal vez algún interludio en los que los espectadores hablaron los unos con los otros en el más sepulcral silencio. Uno de ellos, sin mover sus labios ni accionar las cuerdas vocales, dijo: “Impresionante, ¿Verdad? ¡Jamás me hubiese esperado algo tan aterrador! ¡Es una suerte que ahora venga el acto de comedia!”.
Y cuando hube terminado de imaginar aquella frase, el reflector se encendió y el telón volvió a abrirse mostrando a una enmascarada de pelo oscuro y largo postrada en el medio del escenario mirando hacia una de las patas. Por ella entró una suerte de muchacho joven sin máscara. Su estatura era media y su contextura normal; su pelo ondulado y sus ojos, marrones. Caminó por el frío piso de plata con sus pies desnudos con expresiones de incomodidad que provocaron alguna que otra risa en el público, y se paró frente a la enmascarada. Estuvo, incómodo y pensativo por unos segundos que, como su cara delataba a gritos, le parecieron eternos. Finalmente, dio un gran suspiro y le dijo, lo más seguro de sí mismo que pudo, “¡Te amo!”. El público estalló en carcajadas animales que duraron varios minutos. Algunos de los espectadores se descostillaban de la risa a sus anchas, retorciéndose en las butacas, otros intentaban reírse moderadamente pero sus máscaras goteaban lágrimas incontenibles de risa, otros aplaudían también, pero todos reían, inclusive la enmascarada. El joven rompió en llanto mirando a su alrededor, desesperado, y salió corriendo por la pata del escenario por la que había entrado. La enmascarada se volvió hacia el público e hizo una reverencia al tiempo al que las luces se apagaban, el telón volvía a caer y el público se ponía de pié para romper en aplausos unísonos, algunos todavía riendo.
Los minutos empezaron a pasar nuevamente y pude imaginar a otro de los desconocidos diciendo: “¡Que espectáculo tan genial! ¡Es mucho mejor de lo que me habían contado! No puedo esperar al tercer acto, dicen que dejan lo mejor para el final.”.
Y el telón una vez más se levantó, aunque me aterra seguir describiendo el desarrollo de los sucesos que tuvieron lugar en dentro de la casa de cristal con pisos de metálicos, ya que, si yo no los narrara, no tendrían que existir. ¿Y no es ya suficiente con los primeros dos actos de aquella obra macabra? No estoy seguro de poder escribir acerca del tercero porque no estoy seguro de poder enfrentarlo, aunque, quizá si lo hiciese me daría cuenta que tal vez no es tan terrible como temo. ¡Pero es que había tantas personas portando máscaras! ¿Y quién sabe qué caras se esconden detrás de ellas, si es que la tienen? No obstante, sería una terrible persona si aquí los abandonara, en la habitación con la multitud de desconocidos que protagonizan el más mísero espectáculo jamás visto. Porque el espectáculo no es lo que presencian, el verdadero espectáculo son ellos mismos, allí, mudos, inexistentes, pero más reales que yo o que cualquiera de ustedes. Y además sería peligroso dejarlos aquí en mi lugar, corriendo el riesgo de imaginar un final que los involucre a ustedes cuando fui yo el que soñó esta casa, estos seres, estos sucesos…. No. Es mi deber como autor hacer el sacrificio de terminar la historia y de salvarlos de sus consecuencias, sea cual sea el costo.
El telón terminó de levantarse y el público me miró, expectante. Yo estaba ahora parado, con un cuerpo imaginario que podría tener la descripción que yo quisiese, mientras que los enmascarados se hundían en sus sillas respirando entrecortadamente, aunque sus pulmones no existieran y el aire no tuviera permitida la entrada allí. ¡Pero yo sí lo necesito! ¡Maldita sea mi imprudencia de imaginar ese detalle! Me llevé las manos hacia el cuello, falto de oxígeno y caí de rodillas al suelo. Mi vista comenzó a nublarse, pero aun así pude ver a varios de los enmascarados llorar de emoción, y sonreír detrás de sus máscaras, satisfechos por la proximidad del final de su espectáculo. Me asfixiaba y ya no tenía salvación. Desde el segundo en el que había escrito que el aire allí no podía entrar, había sentenciado mi muerte, y borrar una palabra sería atentar contra un mundo que ya creé. Es demasiado tarde. Y ahora continúo explicándome y alargando las frases porque tanto yo como los enmascarados sabemos que en cuanto narre mi muerte vendrá el aterrador punto final y dejaremos todos de existir para siempre. Pero ha llegado el momento, ya no puedo aguantar sofocarme un segundo más, así que despídanse de la casa de paredes de cristal y suelos de plata, de la rata, de la habitación, de la oscuridad, de los enmascarados y de mí por siempre, porque para dejar de asfixiarme, y evitar que hagan un espectáculo de ustedes en sus propias mentes como lo hicieron de mí en la mía, haré que todos dejen de existir en el punto final que precede a la próxima oración. Al tiempo a que los espectadores se ponían de pie para aplaudir el espectáculo y a su protagonista que moría en el escenario, yo terminé de desplomarme en el suelo, y, segundos antes de que el telón cayera enterrando para siempre al personaje principal de la obra que entretenía a la miseria, mi corazón dio su último latido.

